DECIRLO TODO ( texto de Óscar Alonso Molina)
El grado cero de enunciación es el límite al que tiende el trabajo de los dos artistas seleccionados. El
resultado de su confrontación es un diálogo en sordina, un rumor de fondo, una lucha de miradas fijas
sostenida en silencio, donde el marco que los reúne –el espacio físico de la galería, su arquitectura-, se
convierte en un elemento activo de esos significados apenas enunciados. Un efecto barroco inesperado
donde “no decir nada puede decirlo todo” (B. Gracián).
Gracián sabía que, frente a esa hidra vocal que es la palabra, “no decir nada puede decirlo todo”. Y así,
de cada fragmento desgajado del discurso surgen nuevos significados donde el vuelo del sentido se
amplía a medida que el significante se comprime, se recorta, se astilla, se consume… Las
interpretaciones a que ha sido sometido el pequeño papel arrugado encontrado en el bolsillo de la
americana de Nietzsche tras su muerte encarnan el caso por excelencia: “He olvidado mi paraguas”,
dejó escrito allí, nadie sabe a ciencia cierta si como recordatorio práctico para recuperarlo o como cifra
arcana en que se concentró el poder póstumo de su pensamiento. Hipótesis, alegorías, libros enteros
dedicados a ese pensamiento suelto, al cuan se ha contrastado violentamente con todo el edificio
filosófico de su autor, dando lugar a interpretaciones de lo más disparatadas…
Es el vacío que rodea todo punto de atención lo que hace crecer la fascinación de lo que éste pudiera
decirnos. En mitad del desierto, un escarabajo andando sobre la arena ardiente cobra una dimensión
inesperada, concentrando nuestra atención en su minúscula presencia, mientras el efímero rastro que
deja sobre la arena en movimiento y barrida por el viento adquiere la potencia del emblema que
demanda cierta interpretación radical. También en esta exposición podemos comprobar cómo la
densidad alusiva de la imagen crece a medida que sus figuras se evaporan y que el grado de
“abstracción” aumenta. Robert Rosemblum afirmaba incluso que cuando menos hay que ver en una
imagen más es lo que es necesario decir sobre ella. El discurso, pues, aparece y desaparece en un
movimiento reflejo, en un vaivén estroboscópico que, como la Esfinge, nos reta: “descíframe o te
devoro”.
Los trabajos de Pieter Vermeersch y de Juan Carlos Bracho poseen en común una acusada tendencia a
acercarse al grado cero de enunciación en sus piezas: a no decir nada por decirlo todo. Imágenes en
apariencia vacías, afásicas, autorreferenciales y un tanto herméticas, que de manera muy analítica
inciden en las fronteras de aquella herencia tardomoderna ligada al formalismo de la abstracción
postpictórica y en los límites contemporáneos de una categoría romántica por excelencia, como es la de
lo sublime.
Si el primero parte para ello a menudo de un bucle de relectura procesual, en el cual el artista fotografía
de cerca (pérdida de la perspectiva ya negada de antemano) la superficie de sus propias pinturas
monocromas, para luego volver a intervenir el papel fotográfico con barridos de pintura, el segundo,
mediante frotados y catas, revela las capas de pintura que se superponen en la superficie del muro
sobre el que realiza a menudo sus intervenciones. Las referencias de Vermeersch a la arquitectura son
constantes en esos muros cegados, esos encofrados o cierres ante la mirada que no puede traspasarlos;
lo mismo que ocurre en la sutil labor de arqueólogo de Bracho, recogiendo en sus frotages las huellas
verticales que acumula el plano de representación más neutro y desatendido: la propia pared
expositiva.
No decir nada puede ser, en efecto, la estrategia adecuada para que el espectador proyecte una miríada
de interpretaciones sobre estas obras ancladas en el proceso y en el análisis de los propios medios que
estructuran la imagen y su visión. El mundo entero cabe allí: su cifra y su desciframiento; su enigma y su
revelación. Imágenes al cabo de una contención propia del conceptismo barroco, que aspiran a ser, en
su neutra y contenidísima encarnación, emblema de un universo más allá de lo sensible que todavía
puede decirse, articularse por imágenes. Precisamente en su Criticón, ese texto increíble, dedicado a la
contemplación total del universo humano y espiritual desde una perspectiva apenas anclada en el
cuerpo, cuyos protagonistas presiden las más portentosas escenas sin apenas desarrollo de su propia
historia y sin que podamos estar seguros de su dimensión física (parecen más bien espíritus, seres que
son sólo ojos, puras ideas…), podemos leer aún a Gracián. “Advertid que va grande diferencia del ver al
mirar, que quien no entiende no atiende: poco importa ver mucho con los ojos si con el entendimiento
nada, ni vale el ver si el notar. Discurrió bien quien dijo que el mejor libro del mundo era el mismo
mundo, cerrado cuando más abierto; pieles extendidas, esto es, pergaminos escritos llamó el mayor de
los sabios a esos cielos, iluminados de luces en vez de rasgos y de estrellas por letras.” Y, así, como veis
(porque veis), no tengo más que deciros.
Ó. A. M. (Naz de Abaixo, Lugo, enero de 2015)
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